lunes, 13 de mayo de 2013

“Aqueles si que eran Balnearios...!”





por

Felicitas Forcarey

(Residente en el ala de dispépticos del Balneario de Caldas)


Ich bin eine Coruñesa.
Quizás por ese motivo, cuando mi queridísimo amigo D. Remigio Veira -ilustre director de esta bitácora regionalista, y alma de la Sala Chanteclér- me convido a colaborar en este exquisito hebdomadario, no pude sino cuestionar que estuviese capacitada para tales menesteres.
Y no por los prejuicios que a menudo enfangan la perspetiva de una ciudadana con respecto al mundo rural, sino por falta de carácter para encajar los cambios de un mundo completamente deformado, cuyas sutiles visicitudes (se dice así, no? Vi-si-ci-tudes) apenas puedo desentrañar con mi vista cansada, mis cataratas y mi eterno sopor de orfidal diario.
Entiendaseme bien; con la edad, una va perdiendo facultades, y nada tiene que ver el Balneario caldense donde vivo, cómodamente instalada ha mas de veinticinco años ya, con el de mis buenos tiempos dorados... cuando la moda era el Espérame en el Cielo y los cócteles de pipermín con agua del carmen.
Mi generación hace tiempo que no pisa el lavadero. Hemos sido relegados al olvido en una perversa
sociedad donde los viejos valores han sido prostituidos y ya nadie sabe para sirve un Samovar.
Es trágico. Pero mas trágico es aun contemplar a los jóvenes darse el opio y languidecer en sus hórridos botellones.
Pero no estoy aquí para chochear nostalgias. Mi animo me empuja aun a mis años, a la lucha en Vanguardia. La de los que todavía seguimos permaneciendo inasequibles al desaliento.
Hoy como ayer no quisimos claudicar ni olvidar, como tampoco ser transigentes. Y eso es lo que me empuja de nuevo a glosar la vida -esa oscura cadencia de ruegos brillantes desgranada sobre el torrente del rio, desde el manantial hasta la orilla del lavadero, y mas allá, donde braman los chorros ardientes en la fuente del Rey Alfonso, sin cesar jamas en su empeño- que aun reside enclaustrada en los viejos butacones de mimbre del ancestral Balneario.
En mi años mozos, las señoritas acudíamos a tomar las aguas y pasábamos las tardes estivales departiendo animadas al rededor de una empanada de lacón con grelos y un té con leche. No es que no pueda apreciar la sustancial mejor que a experimentado esto del refrigerio con los años, (hace mucho que empece a tomar agua de seltz con limón, y de vez en cuando alegro mis piscolabis con un chorrito de sifón) pero lo cierto es que jamas podre comprender porque esta juventud atolondrada prescinde de la exquisita empanada buscando en cambio los cachiflurris esos de trigo indrustrial de colorines que tienen nombre de banda colombiana.
Un chetto difícilmente puede usurpar el lugar que ocupa una abundante tajada de untoso queixo de arzua, pongamos por caso, o una distendida patata brava. Con los panchitos no se puede rebañar ninguna prebe; ni escabeches, ni ajadas ni sopicaldos siquiera. Y que se puede esperar de una generación que no conoce la brona, lecho maternal de las tiernas sardinas del San Juan, cuya fiesta pagana sirve hoy de pretexto para beber como cabras y orinar en el rio, yaciendo como bestias hacinadas el día del Feirón de Peisaco. Un drama humano mucho mas lacrimógeno que restalla como la luz cegadora del sol de junio sobre los cascos vacíos de las mil botellas de güisque, negrita y brugale que los pandilleros abandonan cual huestes de Gengis Khan en razzia sobre la Transcaucásia.
Los pollos que participan en semejantes aquelarres total y absolutamente faltos de gusto solo pueden aspirar a ejercer la presidencia en una comunidad de vecinos suburbial o a ser delegado de zona de algún moto-club de provincias.
En ambos casos, una vergüenza.

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